viernes, 27 de febrero de 2004

Destellos en la Oscuridad

Nunca supo bien, si esa habitación estaba oscura, o si se había quedado ciego el tiempo que estuvo en ella. Era increíble, el mundo había desaparecido. Su torpe vida, su trabajo de siempre, sus hijos ajenos, el vacío de su padre, todo se había esfumado. El tiempo se había detenido.

Salió con paso lento, agotado, pero satisfecho. Los oscuros lentes no eran suficiente protección para la luz del mediodía. No era fácil volver a la realidad, no era fácil recuperar la vista.

Durante ese tiempo, todo fue eterno, infinito y profundo. Todo fue sencillo, cálido y único. No recordará jamás cuándo fue que dejó de ver, cuándo sus ojos se cerraron, o cuándo fue que la luz se apagó. Pero sabrá por siempre que eso fue lo que marcó la diferencia, lo que llenó de magia la habitación.

Afuera nada es igual. Está realmente solo. Sus piernas apenas pueden sostenerlo. Puede ver lo que lo rodea, pero no ve. Ahora hay luz, pero sus ojos siguen encandilados. Camina tambaleándose casi sin tener dirección. Duelen los ojos, duelen muy adentro, en la raíz del alma.

En la ciega habitación, fueron sus manos las que recorrieron cada rincón de la piel, explorando, invadiendo, casi jugando. Parecían millones de dedos buscando el placer escondido, provocando, riendo, demandando ternura.

Ahora sus ojos necesitan descansar. No es fácil encontrarse con la realidad del Sol, no es fácil volver a ver. Mientras camina, se pregunta una y otra vez para qué necesita sus ojos, qué hay para ver. Pero para él las bocinas no son respuesta, los gritos de la calle no acallan su duda que sigue doblando en su cabeza. Una y otra vez la misma pregunta, una y otra vez la luz nublando su mirada.

En la oscuridad la boca parecía ser una brújula que le permitía encontrar el camino al corazón.

Primero seca, sedienta, vacía. Luego tibia, hambrienta. Cada roce de los labios era un nuevo grito silencioso de dulzura y entrega.

Sube por la escalera vertical, con el sol golpeándole la espalda, a fuerza de sus brazos, con el calor quemando sus ojos. Necesita ir hasta arriba, alejarse de la calle, del ruido, de la gente. No puede detenerse ahora, ya nada es igual. El ascenso será difícil, el vértigo puede traicionarlo, pero es necesario seguir subiendo, es necesario llegar arriba.

Ciego o sin luz, los olores se multiplicaron. Cada rincón tenía su aroma, cada momento desprendía nuevas esencias. El pecho lleno, el recuerdo de otros lugares, otros momentos, otras historias. Un viaje a su pasado y un sueño a su futuro. El olor de esperanza, de felicidad, de pasión.

Por más que sube, el viento no es suficiente, el tiempo no transcurre, la luz no deja de insultarlo. Los escalones siguen interponiéndose en su camino, obstáculos hacia la cima. Ya está en el punto donde no se puede volver atrás, así se han dado las cosas.

En el silencio de la habitación, el eco de una palabra se hacía eterno. Estaban las frases exactas, cada letra llegaba al corazón. Era un murmullo, una canción de cuna, y un vals sutil. Era mágico ese sonido que dibujaba lo que no se podía ver y que alimentaba su recuerdo.

Ya estaba arriba, alto, muy alto. Casi podía tocar el cielo, casi podía mirar los ojos de Dios. Todo era luz y el ardor en los ojos iba desapareciendo. Los brazos abiertos para ser crucificado, el viento en la cara, el sol en los ojos, el vacío en el pecho.

Siente el abismo en la punta de los dedos de los pies, y desde allí un gélido vértigo lo recorre entero hasta llegar a los ojos y desaparecer. Lo invaden los recuerdos, las velas encendidas que no llegó a ver, la exquisita música que no llegó a oír, y su llanto que no fue escuchado.

Tiene los ojos cerrados pero siente la luz. El viento silba en sus oídos una canción desconocida. Está solo, ya nada volverá a ser igual.

En ese momento fue suficiente un paso para caer al vacío con los ojos cerrados, muy cerrados. Intentando recuperar la oscuridad.

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